En abril de 1997, Depeche Mode lanzó Ultra, su noveno álbum de estudio. El primero sin la presencia del teclista Alan Wilder (miembro que entró tras el primer disco y la huída de Vince Clark); el primero en que las guitarras ganaban terreno ante teclados y sintetizadores; también fue cuando Dave Gahancomenzó a entonar como un ‘crooner’ de voz cascada; y la banda pasó a ser un quinteto en directo, en el que la batería comenzaba a competir con las cajas de ritmo. Algo que ya habían apuntado en unos años antes en Songs of Faith and Devotion (1993), pero que ya quedaba plenamente confirmado. Depeche Mode dejaba de ser un grupo de electrónica (pop) para optar al trono de grandes bandas de estadio (rock) entrando en competencia con, por ejemplo, U2 o quién sabe si con los mismísimos Rolling Stone
Mientras, Dave Gahan iba mutando en un ‘frontman’ para las masas, con los mismos modos y actitudes (cuando sus aptitudes son otras) que Bono o Mick Jagger. Martin Gore seguía contando con la cuota total de la composición de los temas en estudio, poniendo su voz siempre a dos, y en directo se aferraba a su instrumento, en un momento ‘guitar hero’, mientras esperaba al momento de gloria de entonar tres o cuatro baladas (del mítico piano de Somebody para adelante) y lograr que los mecheros se encendieran y los amantes se besaran apasionadamente. Por su parte, Andrew Fletcher, el tercer miembro original que sigue en las filas de la banda, se atrincheraba entre sus maquinitas y hacía coros, siempre a la sombra del que fue un día el dúo dinámico del techno-pop.
Y así han seguido los últimos veinte años. Con Exciter (2001), en el que cedieron parte de la producción a Mark Bell, comenzaron a facturar discos que parecen cortados por el mismo patrón. Con canciones-himno grandilocuentes y épicas, las consabidas ‘lentas’ de Martin L. Gore, y ciertos guiños (mínimos, casi imperceptibles en un mundo ya dominado por las máquinas musicales) a sus orígenes electrónicos. Y así han facturado, o despachado, cuatro discos más que prescindibles: Playing the Angel (2005), Sounds of the Universe (2009), Delta Machine (2013) y Spirit (2017). Sobre este último hay que reconocer que, al menos, el single de lanzamiento y su vídeo (Where’s The Revolution) depertaron ciertas esperanzas de redención. Pero no fueron más que eso, simples esperanzas.
Atrás quedaron los viejos tiempos, cuando los de Basildon (Reino Unido) vestían en directo sobrios y sin lentejuelas, brillos ni colores estridentes. Solo camisetas negras, pantalones y chaquetas de cuero y botas militares tal y como quedaron inmortalizados ante las lentes y las cámaras de vídeo de Anton Corbijn. Algo que, por cierto, han vuelto a hacer para la fotos promocionales de Spirit.Entonces colocaban una caja de ritmos en el centro del escenario, como si fuera un dios al que el público debía rendir adoración y postrarse ante él. Aunque cuando vinieron por primera vez a España, a mediados de los 80, lo que hizo el público es intentar destrozar esa deidad tecnológica que escupía ritmos y bases de origen industrial.
Una estética que se fue forjando en torno a los guiños socialistas de Construction Time Again (1984), la oscuridad torturada del maravilloso Black Celebration (1986) y se consolidó en el tour de presentación de Music for the Masses (1987) que acabó con la grabación del mítico directo 101 (1988) en el Rose Bowl de Pasadena (Los Angeles). Luego llegarían el gran hit planetario que fue Violator (1990), con el tour World Violotion Tour, y todo el mundo con la camiseta de la rosa y las espinas, y esa crónica de la autodestrucción y el sufrimiento personal que es Songs of Faith and Devotion (1993).
Y, llegados a este punto, hay que preguntarse: si Depeche Mode ha perdido la magia en el estudio de grabación, ¿por qué siguen realizando giras mastodónticas coleccionando ‘sold outs’ en casi todos los conciertos? La respuesta se encuentra en los quince primeros años de su carrera y en los discos anteriormente citados. En ellos se escondían singles de esos que se incrustan en la memoria colectiva, que se corean como si se estuviera delante de una orquesta de pueblo en el último bis etílico, y que no consiguen contagiar nostalgia, que es la enemiga íntima de los considerados clásicos populares.
Solo hay que mirar los ‘set list’ de sus recientes conciertos en Alemania. Por ejemplo, ayer en Mannheim ofrecieron un show de 22 canciones, de las cuales el 70% pertenecen a la era anterior al lanzamiento de Ultra, recordemos que data 1997. Es decir, son canciones que, como mínimo, tienen más de dos décadas de vida y que sus fans ya han visto en directo en más de una ocasión, pero que no pierden su esencia ni aunque ahora Gahan y Gore las interpreten en plan estrellas del rock.
World in my Eyes, A Question of Time, Never Let me Down Again, Policy of Truth, In your Room o Personal Jesus, con la que suelen cerrar la fiesta, son ya más grandes que sus propios creadores. Quizá incluso sin ellos encima del escenario, tendrían el mismo efecto catártico y de comunión para las masas. Eso no lo sabremos, porque, de momento, el grupo ha decidido seguir defendiéndolas con su presencia. Quizá un día pongan una máquina y le den al ‘play’ desde sus casas… Pero ese momento aun no ha llegado.