De noviembre a enero no encendieron las luces y dormían por turnos de dos horas para vigilar si un carro pasaba o paraba frente a la casa. El padre o la madre salían por el día solo para resolver lo urgente: rematar la mercancía, los congeladores, los carros, vender lo que se pudiera y pagar facturas. La hija de 16 les decía que era mejor salir los tres: para que nos maten juntos, que si los matan a ustedes yo me quedo sola.
El padre había inaugurado en octubre un negocio propio de venta de pollo fresco, carne de cerdo y embutidos en el anexo de la casa, consciente de que era peligroso. Todo el dinero de la familia lo invirtió en adaptar un local para picar el pollo que compraba entero. No necesitaba plata para comprarlo. Los proveedores le daban crédito y saldaba la deuda con lo que cada semana le pagaban sus clientes: hasta 5,000 lempiras, equivalentes a más de tres salarios mínimos en un día. Él mismo entregaba los pedidos en moto o en camión, dependiendo del clima y la distancia. Vivía en La Lima, un municipio a media hora de San Pedro Sula, cerca del aeropuerto, y negociaba la mercancía por la mañana en la ciudad, en la central de abastos de la colonia Satélite. Por la tarde pasaba a cobrar y a pagar.
El 12 de noviembre de 2016 fue a la Satélite a repartir dos bolsas de chuletas y cuatro pandilleros lo asaltaron, lo golpearon, le tomaron fotografías a la placa del camión refrigerado y a su licencia de conducir. Preguntaron quién le dio permiso de vender en la zona y le dijeron que si quería seguir haciéndolo debía pagar 200 dólares a la semana, el 80% de su ganancia. Trabajó como vendedor de Cargill y otras grandes compañías de alimentos durante 20 años, casi el mismo tiempo que llevaban las pandillas operando en Honduras. En esa época, no hace un año de eso, repartía pollo y embutidos en un camión custodiado por un guardaespaldas y cuatro policías pagados en la sombra por la empresa. En un año fue nueve veces el mejor vendedor de la compañía en Honduras. Creyó que trabajando por su cuenta también podría llegar con su mercancía a lugares no tan calientes de San Pedro Sula, la ciudad con más asesinatos de todo el continente.
Cerró los ojos mientras lo golpeaban. Por esos días había comentado con Martín, un colega vendedor de carne, lo feas que se estaban poniendo las cosas en el mercado, que ojalá nunca llegaran a cobrarles; porque les pagas un día y al mes suben la renta un poquito más, un poquito más, un poquito más, hasta reventarte. Y eso es: o pagas o te matan.
—‘Ah, no, nosotros somos negocitos pequeños. No va a pasar nada’, me dijo Martín. Y ahí tengo el vídeo de cuando lo mataron. Cuatro AK-47 contra una persona sola. Porque no pagó, porque no le alcanzó para pagar. Uno no lo cree. Matan a un montón de gente y uno dice ‘nunca me va pasar a mí porque aquí me conocen y me quieren’.
El video dura un minuto. Comienza cuando la pick up gris que conducía Martín Rivera Peña, de 38 años, se estrella contra otros vehículos aparcados en la calle, frente a un centro de salud del barrio Medina, a medio camino entre la central de abastos de la Satélite y su casa, en la colonia Chamelecón. Una SUV blanca se detiene junto a la pickup, bajan tres encapuchados con chaleco antibalas y durante ocho segundos descargan ráfagas de AK-47 contra la cabina de la camioneta. Los encapuchados se montan en la SUV, hacen el amago de arrancar, pero se bajan para verificar que Rivera Peña esté muerto. El último en subir vuelve a dispararle a la salida. El chofer acelera y la camioneta huye a la izquierda en la siguiente esquina.
En el extrarradio de San Pedro Sula, donde la familia hacía su vida, la violencia política y criminal empeoró a partir de 2009, después del golpe de Estado contra el gobierno de Manuel Zelaya. En ocho años, a la familia le han matado a seis amigos, unos 10 vecinos, varios clientes y a un compañero de escuela de la niña que cursaba el séptimo grado. La mayoría eran dueños de llanteras, autolavados, pulperías, negocios como el suyo. El último en morir fue Martín, en la mañana del 17 de enero de este año. La familia llevaba tres días de haber llegado a Costa Rica, huyendo. Se enteraron cuando se instalaban en un albergue temporal para refugiados de San José. Fueron los primeros en ocupar esa casa recién inaugurada en la capital por una oenegé llamada Cenderos, con fondos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR; el único albergue de esa clase que existe en San José.
Huyeron de San Pedro Sula el 13 de enero, en el Ticabús de las 5 de la mañana que para en Tegucigalpa y Managua y tarda dos días en llegar a San José. Trajeron 600 dólares y lo que cupo en dos maletines. No conocían a nadie. No sabían adónde ir. Al bajar en la terminal, se presentaron a un puesto de policía, extraviados. Dijeron que no eran turistas ni tampoco migrantes regulares. Que huían de una amenaza de las maras y vinieron a Costa Rica porque aquí no operan sus mafias. Que querían quedarse legalmente en el país. Rodríguez, el oficial de guardia, les sirvió café y miró sus documentos. Le extrañó que no hubiesen usado nunca antes sus pasaportes si tenían tantos años de emitidos. ¿Por qué?
—Los sacamos porque estábamos ahorrando para un viaje. No este viaje, claro. Unas vacaciones. Antes vivíamos tranquilos en Honduras —dice la madre.
La necesidad de huir los arruinó. No estaba en sus planes migrar ni buscar una vida mejor a la que tenían en Honduras. Habían pagado la hipoteca, no pasaban hambre ni calor. Tenían tres frigoríficos llenos de pollo, dos carros, una moto, aire acondicionado en las habitaciones, ventiladores en la sala. Todas las semanas iban al cine o a cenar, aunque en horarios cada vez más restringidos.
—Si usted a la una de la mañana va para mi colonia, ahí le salen ocho o 10 tipos tapados, con escopetas, que no lo dejan pasar —dice el padre—. ¿Y para dónde va?, le preguntan. ¿Cuál es su nombre?, vuelven a preguntar. Y lo buscan en la lista de vecinos de la colonia que pagan servicios privados de seguridad.
En Honduras hay cinco veces más guardias privados que policías cuidando el orden público. Casi 900 compañías ofrecían estos servicios en todo el país a mediados de 2015, según datos de la Secretaría de Seguridad hondureña. Los propietarios de la mayoría de estas empresas son oficiales retirados de la Policía o del Ejército. Los encapuchados resguardan la única entrada a la colonia, separada de la salida más próxima a la autopista por un kilómetro solitario de carretera entre cañaverales, que son tierra de nadie.
—En la caña, ahí es donde se ponen. Ahí matan gente. Pero no crea que a cuatro o cinco. ¡Si ya han matado como a 80! ¡Y nosotros vivimos en la parte tranquila de Honduras!
El municipio La Lima pertenece al departamento de Cortés, al noroeste del país, en los límites con Guatemala y el mar Caribe, al sur de San Pedro Sula. Y Cortés es el segundo departamento más peligroso del país, por detrás del departamento Francisco Morazán, donde está la capital, Tegucigalpa. En La Lima, el índice de homicidios es levemente más bajo que en los peores municipios de Cortés: en 2014 era de 81.2 por cada 100,000 habitantes, cuando en San Pedro Sula era de 110.8, según cálculos del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional de Honduras. Fuera de allí tampoco hay mucho lugar donde vivir. La seguridad no es mejor en los pocos departamentos donde hay carreteras y trabajo, y la mitad no violenta de Honduras es una montaña inhabitable. De un lado del país matan las pandillas y del otro, mata el hambre. Cruzar la frontera más próxima, hacia Guatemala o El Salvador, hubiese sido lo mismo. Entonces trataron de huir lo más lejos posible, hacia el sur. Hasta Panamá hubiesen querido, pero el dinero no les alcanzaba. Les alcanzó hasta Costa Rica, hasta el puesto de policía donde el oficial Rodríguez les explicaba que tenían derecho a pedir refugio en ese país, que fueran el lunes a las oficinas de Migración a formalizar una solicitud. Una explicación rutinaria para el oficial.
En los últimos tres años, en Costa Rica se han quintuplicado las solicitudes de refugio de gente que huye de los países del Triángulo Norte —Honduras, El Salvador y Guatemala— por causa de la violencia de las pandillas, del crimen y del Estado. La oficina a cargo de recibirlas, la Comisión de Visas Restringidas y Refugio, tramitó 389 solicitudes en 2014, y en julio de 2017 llegaron a 2,079. A ese paso, la agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los refugiados, ACNUR, estima que el número de solicitudes podría escalar hasta 14,000 para finales de 2018.
“No son cifras inmanejables para Costa Rica, que tiene un buen sistema, un marco legal e institucional que funciona. Pero sí representan un reto para las autoridades, de cara a procesar todas esas solicitudes”, dice Carlos Maldonado, representante de ACNUR en San José.
Costa Rica está en mejores condiciones que otros países de la región para hacerse cargo de esta avalancha. Es el único país de América Latina que tiene un sistema cuasi judicial para otorgar el estatus de refugiado: quien lo pide presenta pruebas, una comisión las evalúa y decide en primera instancia, y si la decisión no es favorable, el solicitante puede apelar. Es un sistema similar al de Canadá. Fue adoptado apenas en 2011 pero aceitado por ocho décadas de tradición democrática en las que Costa Rica acogió refugiados del hemisferio y de Europa. Españoles que huían de la Guerra Civil. Argentinos, uruguayos y chilenos exiliados por las dictaduras militares. Centroamericanos y colombianos que huían de sus conflictos armados. Y, más recientemente, venezolanos que huyen de la asfixia de un Estado autoritario y multiplicador de miseria.
Quienes buscan refugio en Costa Rica pueden pedirlo en fronteras, puertos, aeropuertos o ante la unidad de Refugio de la Dirección General de Migración. Y desde el momento que presentan la solicitud, reciben documentos que les dan derecho a permanecer en el país y le dan acceso a servicios de salud. A los tres meses, pueden solicitar y obtener un permiso de trabajo. A diferencia de México y Estados Unidos, en Costa Rica no hay detención administrativa para los que piden refugio y ACNUR no tiene en sus registros ningún caso de alguno que haya sido deportado. No porque todas las solicitudes de refugio sean aprobadas sino porque muy probablemente aun los rechazados consiguen un estatus migratorio alternativo que les permite quedarse, explica Maldonado.
El Salvador es el único país del Triángulo Norte que cuenta con un programa de identificación de personas en alto riesgo para ser reasentadas en Estados Unidos luego de una breve parada en San José: el PTA, por sus siglas en inglés. Comenzó a operar en julio de 2016, con el auspicio de ACNUR y la Organización Internacional de Migraciones. Con este mecanismo, la Fiscalía salvadoreña seleccionó a 200 personas y hasta marzo de 2017 solo ocho lograron llegar a San José. El gobierno de Barack Obama implementó en diciembre de 2014 un programa similar, el CAM (Central American Minors), para frenar a las decenas de de miles de niños centroamericanos que llegaban solos a la frontera sur de Estados Unidos. Hasta agosto de 2016, los padres y representantes de 9,500 niños guatemaltecos, salvadoreños y hondureños pidieron acogerse a este programa y 700 habían logrado reunirse con sus familias. Con el cambio de administración en la Casa Blanca y al calor de las primeras acciones ejecutivas de Donald Trump contra la migración, ambos mecanismos se hicieron todavía más lentos e ineficaces; y en junio de 2017 el CAM fue eliminado por decisión del presidente.
La mayoría de los centroamericanos que llegan a Costa Rica viene en grupos familiares, directo a la capital, por carretera, en autobús o pidiendo aventón, sin referencias del país, totalmente extraviados. El poco dinero que traen no les alcanza para nada en San José, la ciudad más cara de Centroamérica.
Los 600 dólares que trajo la familia hubiesen rendido más de un mes en La Lima. En cambio, en San José al cuarto día ya no tenían ni para comer. Ese mismo fin de semana que llegaron un taxista ofreció llevarlos a un motel seguro y los esquilmó. Como no tenían dinero, el oficial que inició su trámite los remitió al albergue de ACNUR, inaugurado en enero de 2017. Cenderos, la organización dependiente de ACNUR que lo administra, recibe a los que llegan sin nada por el mínimo tiempo necesario: tres días, un mes, lo que tarden en conseguir un alquiler; y otra organización dependiente de ACNUR llamada ACAI —la Asociación de Consultores y Asesores Internacionales— se encarga de financiar hasta los dos primeros meses de renta.
Con ese dinero, la familia pagó su primera casa en el barrio México, de San José. Tenía una habitación, que la madre compartía con la hija y era del tamaño de su antiguo clóset de La Lima. La sala y la cocina eran un mismo pasillo con un sofá donde dormía el padre, con una mesa de fórmica y un televisor de perillas, prestado, que agarra cuatro canales. Su antigua casa quedó abandonada. Querían rentarla para tener algún ingreso en Costa Rica. Pero el día que un amigo fue a colgar el rótulo que decía “se alquila”, pasaron dos tipos preguntando dónde es que vive el hombre del pollo. Él respondió que no sabía, que él era el hombre del aseo. Entonces decidieron dejar la casa vacía, no sea que maten a los inquilinos confundiéndolos con ellos. En Honduras nadie sabía dónde estaban, ni la familia, ni los vecinos. No se despidieron de nadie. El padre apagó su teléfono, la madre cerró su cuenta de Facebook y desaparecieron.
—No dijimos nada de que nos extorsionaban, de que nos amenazaban, por no ponerlos en riesgo.
Trataron de asimilarse lo más pronto posible. Matricularon a la hija en la escuela. Él consiguió un empleo de ayudante de albañil y seis meses después de haber llegado, en julio, obtuvo el permiso para trabajar legalmente por un año. Ella comenzó a cursar talleres en derechos humanos y se alistó como voluntaria en el albergue para atender a los que siguen llegando. Pero entre más se entera de los detalles del proceso, más dudas tiene de que el gobierno de Costa Rica apruebe la solicitud de refugio de su familia.
La tasa de reconocimiento del estatus de refugiado en Costa Rica varía según las nacionalidades de quienes lo piden. Pero en promedio, el 70 % de las solicitudes que llegan al final de la gestión son rechazadas. Lo que ha notado la madre en sus visitas a Migración, en las conversaciones que ha tenido con otros que ya obtuvieron respuesta, es que el temor a las pandillas no es motivo suficiente para que Costa Rica dé asilo a un centroamericano. Tiene que haber un caso delicado de muerte en la familia y en el suyo no lo hay.
—La primera semana de diciembre tenemos la cita para que nos den la respuesta. Ya yo estoy preparándome para cuando me digan que no, dice la madre.
De momento, a ella no se le ocurre ningún otro lugar adonde huir.